30 de juny del 2016

LA TRISTEZA DE NO VOLVERTE A VER

Clàudia Fleta
3rC ESO
Text guanyador del premi de Sant Jordi

Desde bien pequeña mis padres me enseñaron que los bienes materiales están de más, y que no son más que un conjunto de objetos banales.

Mi familia y yo vivíamos en una pequeña granja a las afueras de Millersburg, Ohio. Papá tenía una larga barba castaña y trabajaba en el campo. Cuando su cosecha era lo suficientemente grande, la repartía en dos mitades, una para nosotros, y otra para venderla en el mercado de la ciudad. Mamá era la mujer más hermosa del mundo, y sus ojos brillaban como el mismo sol. Ella se hacía cargo de mí y de las tareas domésticas.

Nuestra vida era sencilla y monótona: trabajo de lunes a viernes, una pequeña excursión el sábado, y los domingos, a iglesia. Teníamos lo justo para vivir y ser felices.

Mis padres decidieron no llevarme a la escuela, pues aparte de estar bastante lejos, mi madre prefería enseñarme ella misma, en casa. Y si os soy sincera, este hecho me hizo una persona algo introvertida, y cuando íbamos a la iglesia, no sabía de qué forma acercarme a los demás niños de mi edad.

Recuerdo una vez que todos estaban jugando en el escampado que había frente la iglesia. Yo pensé: esta es la mía. Me armé de valor, y les pregunté si podía unirme. Ellos respondieron que sí. Estaba realmente emocionada, me llenaba de felicidad el pensar que finalmente podía tener amigos...

Pero poco a poco fui notando que los únicos que se divertían eran ellos. Se reían a mis espaldas y conspiraban para hacerme tropezar.

Y lo consiguieron. Me di de bruces contra el suelo, perdiendo así mi última ilusión por encajar. Sentí dolor, un dolor intenso y agrio. Aquel suceso no me hizo un simple arañazo en las rodillas, sino que me desgarró una parte de mi corazón, volviéndolo más distante, más inseguro.

Todos huyeron, y poco tiempo después me volví a reunir con mis padres. Mamá me preguntó cómo me había ido la mañana, y yo le mentí. No quería preocuparla.

Le sonreí frágil y tímida, con temor a que se culpase de mis malas decisiones. Con pánico a debilitar sus esperanzas de verme feliz.

No os imagináis lo que llegué a aprender junto a mi madre, ella fue quien hizo que me interesase por la literatura y la historia, por las matemáticas y las ciencias. Ella era tan inteligente y tenía una habilidad tan excepcional para trasmitir sus conocimientos. Era un diamante en bruto, cohibido por las normas y las restricciones de nuestra pequeña sociedad. Venía de una familia de grandes intelectuales y había tenido la suerte de recibir una educación de lo más privilegiada. Pero la vida es incierta, y un jueves cualquiera se topó con aquél puestecito del mercado. Desde la primera mirada, se enamoró perdidamente de papá. Renunció a todo y se convirtió en su esposa.

Mas llegó un día en que todo cambió, mi padre ya no era el mismo. Se irritaba con facilidad y evitaba a sus desgastados brillantes ojos. Le gritaba por cualquier tontería y le tocaba con garras, de la forma en que un hombre nunca tocaría a la persona que ama. Con odio, violencia.

Las piernas de mamá no volvieron a caminar del modo en que una vez lo hicieron. Tampoco sus manos. Ambas se empaparon en temblor y en impotencia disfrazada de aceptación. La ceguez tampoco se quedó atrás, pues aunque distinguía los colores y las formas, le resultaba bastante difícil identificar el mal.

Papá se fue y un espíritu maligno invadió su cuerpo. Ella me decía que solo era un hombre malo que se parecía mucho a él, y cada vez que esas palabras emergían de su boca, se enterraba un poco más en su propia mentira.

Había veces en las que creía que en cualquier momento ella despertaría, y se marcharía para no volver, para encontrarse a sí misma, para descubrir nuevos paisajes, para conocer nuevas personas…Y me llevaría con ella. Juntas huiríamos de aquella tortura infame dirigida por el mismo diablo.

Una cálida tarde yo descansaba en la orilla del rio, el que se encontraba a unos pocos metros de nuestra finca. El clima era tan agradable que sin apenas percatarme, me dormí.

Soñé que intentaba tocar los trazos de las estrellas, y mamá, al verme tan caprichosa las alcanzaba y las bajaba para mí. Después exprimíamos naranjas que habían caído de un árbol muy alto, bebíamos su jugo, y nos estirábamos para contemplar el amanecer.

De tan a gusto que estaba me dormí mientras dormía, y soñé mientras soñaba. Pero esta vez me limité a flotar entre la oscuridad, a la vez que escuchaba gritos ahogados de mamá y golpes secos del ser maligno.

Desperté y ya era de noche. Entré a casa y encontré el cadáver sin vida de mamá. Yacía pálida en el frio mármol. Su pecho, teñido de sangre, sus ojos, a medio abrir. En su mano, el causante de su liberación.

Ya no podríamos escapar juntas de aquel infierno, pues al parecer, ella había decido huir sola.

Terror, tristeza, y desesperación. La decisiva metamorfosis de mi vida. El inicio de mí ya presente catástrofe, el fin de mí ya lejana paz…

Eché a correr, y me deje llevar por los lúgubres caminos que no llevaban a ninguna parte. Mi piel era cristal y mis huesos eran hielo. Con cada paso que daba me rompía un poquito más, hasta tal punto de quebrarme al completo.

Entonces me detuve, cerré los ojos, y un leve recuerdo de la sonrisa de mamá quiso deslizarse por mi mente, haciéndome renacer de mis cenizas, tornando la debilidad en fortaleza y las amargas tinieblas en claridad.

Cogí impulso y salté hacia el infinito, dándole una segunda oportunidad a la incerteza, con la esperanza de encontrar mi nueva suerte.

Y acabé en el mar, y me convertí en sirena, y me subí a un tren para perderme en la perdición. Y caí en la locura, y me hundí aún más que al principio.

***

Desde bien pequeña mis padres me enseñaron que los bienes materiales están de más, y que no son más que un conjunto de objetos banales.

Ahora lo he perdido todo mamá, y solo me queda, la tristeza de no volverte a ver.

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